70 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos
70 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
(Ensayo: Vigencia y raíces de los Derechos Humanos).
Por Mary Ann Glendon, Profesora de Derecho de la Universidad de Harvard.
(Traducción y edición: Fernando Simón Yarza)
Conferencia impartida el 16 de noviembre de 2018 en el
simposio internacional sobre derechos humanos organizado por la Universidad de
Roma LUMSA.
Cuando, al término de la segunda guerra mundial, el
proyecto de los derechos humanos pasaba de ser un sueño a una realidad, casi
nadie imaginaba que transformaría significativamente el terreno moral de las relaciones
internacionales. Los «realistas» de la política se reían solo con pensarlo.
Cuando la Asamblea General de la ONU aprobó la
Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) el 10 de diciembre de
1948, la Guerra Fría desplegaba ya una oscura sombra sobre sus perspectivas.
Las dos grandes potencias eran, como mínimo, tibias. El bloque soviético se
había abstenido en la votación de la Declaración en la ONU, y el sentimiento de
muchos americanos —si sabían algo del documento— era un «Muchas gracias, ya
tenemos los derechos que necesitamos».
El iusinternacionalista más conocido del momento, el
polaco-británico juez de la Corte Internacional de Justicia Hersch
Lauterpacht, opinaba que la Declaración «no constituye un logro de gran magnitud»
(1). Advertía que no tenía eficacia jurídica vinculante y predecía que su
autoridad moral sería nimia.
Pero los sedicentes «realistas» demostraron estar equivocados.
O, dicho de otro modo, aprendieron que los ideales son reales. El ideal de los
derechos humanos cautivó la imaginación de muchos en los años de la posguerra,
y su símbolo más eminente, la DUDH, encontró una cálida recepción en muchas
partes del mundo.
A lo largo del gran periodo de procesos constituyentes que
siguió a la guerra, sirvió como modelo para las cartas adoptadas por las nuevas
naciones y para los catálogos de derechos que se iban añadiendo a las
constituciones antiguas (2). Con el paso del tiempo, la DUDH se convirtió en la
estrella polar de los movimientos que contribuyeron a acelerar el fin del
colonialismo, terminar el apartheid en Sudáfrica y derribar los
regímenes totalitarios — aparentemente indestructibles— de Europa del Este.
Hoy, casi cualquier caso reiterado o flagrante de
abuso de derechos llega a ser público, y la mayoría de los gobiernos se cuida
mucho de salir en las listas negras de notorios violadores de derechos. Así
pues, dentro del setenta aniversario de la Declaración Universal, los amigos de
los derechos humanos tienen mucho que celebrar.
En torno a tal conmemoración, sin embargo, se
cierne una tormenta que amenaza la idea misma de que existen ciertos derechos
fundamentales que pertenecen a todo hombre y toda mujer en la tierra. Es un
hecho que los derechos humanos internacionales están perdiendo apoyo. En los
países en vías de desarrollo, el modo en que los derechos humanos han
sido promovidos ha resucitado viejos resentimientos asociados a la dominación
colonial.
La promoción y el uso de los derechos humanos a cargo de los
gobiernos occidentales se perciben como algo dirigido a favorecer sus propios
intereses. En muchas ocasiones, las ONG occidentales se han presentado
diciendo:
«Sabemos lo que es bueno para vosotros mejor que vosotros
mismos». La Corte Penal Internacional ha sido criticada por centrarse en casos
provenientes de países africanos geopolíticamente débiles.
Muchos piensan que,
con su énfasis en la justicia internacional, los agentes de los derechos
humanos han hecho más difícil solucionar conflictos, derrocar dictadores y reconciliar
grupos combatientes en estados frágiles.
El escepticismo sobre los derechos humanos ha ido creciendo
igualmente en las democracias liberales occidentales. También aquí, una fuente
principal del desencanto contemporáneo se asocia al historial manchado de las
instituciones supranacionales: su distancia de los pueblos a cuyas vidas
afectan; su susceptibilidad ante la influencia política y de lobbies; y
su falta de responsabilidad democrática, escrutinio público y contrapesos
internos.
En Occidente muchos están preocupados por la
tendencia creciente a articular cuestiones políticas complejas como asuntos de
derechos humanos, una inclinación que alimenta la división y menoscaba la
difícil tarea de encontrar soluciones operativas en asuntos como la política migratoria
(3).
Algunos interrogantes que persiguieron al proyecto de
los derechos humanos en sus primeros estadios se replantean hoy vengativamente.
¿Cómo puede decirse que un derecho es universal en un mundo de tanta variedad
cultural y política? ¿Qué ocurre cuando un derecho fundamental colisiona con
otro derecho fundamental? ¿Qué papel tienen la sociedad, el Estado y los
organismos internacionales en la implementación de estos derechos?
En definitiva: una idea que contribuyó a traer
esperanza y libertad a millones de personas en todo el mundo se enfrenta ahora
a desafíos que ponen en cuestión su propia legitimidad.
¿qué salió mal? ¿Cómo es posible que una idea que
mostró ser tan potente haya caído en semejante descrédito? Buenas intenciones,
errores honestos, política de poder y puro y simple oportunismo: todo esto ha
contribuido.
Tal y como yo lo veo, se sucedieron dos estadios: una actitud selectiva ante
los derechos iniciada por las dos superpotencias durante la Guerra Fría; y
—medio siglo después— un uso extremadamente ambicioso del concepto, toda vez
que los derechos humanos habían demostrado su fuerza moral.
Ambos estadios
llevaron consigo el olvido de la sabiduría arduamente lograda por hombres y
mujeres que habían vivido las dos guerras, y que soñaban con un futuro en el
que los seres humanos podrían, en palabras de la Carta de la ONU, «elevar el
nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertad».
En este artículo, defenderé que las posibilidades de
salvar el proyecto de los derechos humanos dependen de un redescubrimiento de
aquella sabiduría arduamente lograda.
Antes, sin embargo, veamos qué ha ido mal. Con la
tinta de la DUDH de 1948 apenas seca, los antagonistas de la Guerra Fría
ignoraron que se trataba de un documento integrado, compuesto de partes
mutuamente condicionadas. Lo partieron por la mitad, por así decirlo, con los
Estados Unidos abanderando los derechos civiles y políticos, con la Unión
Soviética enfatizando sus previsiones sociales y económicas, y ambos ignorando
el resto del texto.
Desmontando y politizando las previsiones
interdependientes de la DUDH, iniciaron una aproximación selectiva a los
derechos humanos que creó el escenario para ulteriores perversiones.
Pero la idea de los derechos humanos continuaba penetrando
en la conciencia global y, con el final de la Guerra Fría, su influencia
aumentó drásticamente. Al finalizar el siglo XX, nos encontramos con una enorme
variedad de organizaciones de derechos humanos, que incluye especialistas,
activistas, agencias de ejecución y de monitorización y revistas académicas.
A continuación, en la segunda fase, estas
alteraciones en la balanza del movimiento de los derechos humanos condujeron a
significativos virajes en cuanto a su enfoque y su ámbito de influencia. La
ambición del movimiento le condujo a fomentar una expansión en el número de
derechos básicos. Su dependencia
occidental en cuanto a la fundamentación lo llevó a
promover ideas que eran más populares en las sociedades occidentales que en
otras partes del mundo.
Los activistas de los derechos humanos asumieron generalmente
una aproximación homogénea, ignorando la llamada de la DUDH a un estándar común
que pudiera cobrar vida a través de una variedad de formas legítimas.
Inevitablemente, grupos de interés
específicos comenzaron a aprovecharse de la
autoridad moral de la idea de los derechos humanos con la esperanza de ver
reconocidos los puntos de su agenda como derechos humanos internacionales.
Entre las ONG más activas en los escenarios
internacionales se encontraban y se encuentran grupos de control de la población
y defensores de los derechos relacionados con el aborto. En la Conferencia de
la Mujer de Pekín de 1995 [en la cual la autora encabezó la delegación oficial
de la Santa Sede], la Primera Dama de los Estados Unidos, Hillary Clinton,
lanzó el famoso eslogan: «Los derechos humanos son derechos de la mujer, y los
derechos de la mujer son derechos humanos».
Este aserto era solo parcialmente cierto. Los
derechos humanos son derechos de la mujer —pertenecen a todos—. Pero no todo lo
que se ha reconocido como un derecho en uno o más países es un derecho humano
universal. Los redactores de la DUDH fueron cuidadosos en atenerse a un
estándar mínimo, dejando que muchos asuntos controvertidos se resolvieran en
procesos ordinarios locales.
Hoy, sin embargo, los esfuerzos por expandir la categoría
de derechos humanos avanzan rápidamente. Un reciente artículo en Foreign
Affairs advertía con desaprobación que «buena parte de la comunidad de los
derechos humanos no solo ha evitado expresar recelos a la proliferación de
derechos sino que, a menudo, ha liderado el proceso» (4).
Para empeorar las cosas, los activistas han
continuado con la aproximación selectiva de los viejos antagonistas de la
Guerra Fría. Promoviendo nuevos derechos, o interpretaciones innovadoras de los
derechos, con frecuencia ignoran o atacan derechos establecidos que no encajan
en sus agendas. En sus manos, el documento que fue diseñado como un todo unificado
ha sido deconstruido hasta lo irreconocible.
En el contexto de la ONU, por ejemplo, los
defensores de derechos sexuales y abortivos se han opuesto vigorosamente a
cualquier referencia a aquellas partes de la DUDH relativas a la libertad
religiosa, la protección de la familia y los derechos parentales (5).
En los países en desarrollo, muchas actividades de ONG
financiadas por Occidente han resucitado la acusación de que el proyecto de los
derechos humanos no es más que un instrumento de imperialismo cultural, un
intento neocolonial para universalizar el sistema de ideas particular
“occidental”.
Cuando semejantes recriminaciones provienen de
líderes de regímenes represivos son fáciles de descartar. Pero cuando provienen
de personas que simpatizan con la causa de los derechos humanos, como el
filósofo y economista indio Amartya Sen, premio Nobel nacido en Calcuta,
reflejan algo fundamentalmente inquietante. Sen identificó el núcleo del
problema cuando criticó a los diseñadores de políticas internacionales por
otorgar «prioridad a sus propias ideas» y por exhibir «una tendencia peligrosa
a tratar a la gente de los países pobres no como seres racionales, sino como
fuentes impulsivas e incontroladas de un gran daño social, necesitadas de
fuerte disciplina» (7).
Entretanto, la división política y la diversidad ideológica
creciente amenazan con transformar la concepción de los derechos; lo que era un
escudo que protegía se convierte en una lanza que grupos
opuestos se arrojan mutuamente. En Estados Unidos, la
confianza en los derechos y los tribunales para resolver las disputas políticas
ha alentado una actitud de winner-takes-all (todo o nada) a expensas de
la tolerancia y el acuerdo.
Por sintetizar los elementos de la crisis actual, la autoridad de la idea de derechos
humanos, arduamente conseguida, ha sido golpeada desde varias direcciones: la
proliferación de derechos y reivindicaciones de derechos conduce a un aumento
de conflictos de derechos.
La aproximación selectiva a los derechos suscita el
riesgo de trivializar derechos que se veían como fundamentales. Las
concepciones altamente individualistas de los derechos promovidas por tantos activistas
han dado nuevo vigor a viejos desafíos a la universalidad de los derechos
humanos.
La actuación de las instituciones supranacionales ha suscitado preocupaciones
con respecto a la falta de transparencia, responsabilidad y frenos y
contrapesos de estos organismos. Si añadimos el hecho de que las ideas acerca
de los derechos humanos mutan más fácilmente que las propias instituciones que
hacen posible tener derechos con algún significado —Estado de Derecho,
procedimientos justos, etcétera—, tenemos todos los ingredientes de una crisis
de legitimidad.
Lo que el olvido no ha borrado el oportunismo lo ha
erosionado hasta el punto de que uno podría decir de la Declaración Universal
lo que Abraham Lincoln afirmó en una ocasión sobre la Declaración de
Independencia: «Ha demostrado ser un obstáculo frente a los tiranos de todos
los tiempos y seguirá siéndolo, a menos que sea despreciada por sus supuestos
partidarios» (8).
Recuperar la sabiduría de los artífices
de
la declaración universal.
Opino que estos desafíos, por grandes que sean, no
resultan insuperables; y que, para afrontarlos, hay mucho que aprender de la
sabiduría de aquella gran generación de estadistas que dieron vida al proyecto
de los derechos humanos.
De hecho, los interrogantes que tuvieron que abordar
los redactores de la DUDH a finales de los años cuarenta eran llamativamente
similares a los que ahora regresan a un primer plano. En una mirada retrospectiva,
resulta asombroso que Eleanor Roosevelt, el libanés Charles Malik,
el chino Peng-chu Chang y sus demás colegas previeran
prácticamente todos los problemas a los que su empresa se enfrentaría: su
sometimiento a las turbulencias de la política, su dependencia de modos de
entender comunes que se revelarían escurridizos, su concreción en ideas de libertad
y solidaridad que serían difíciles de armonizar y su vulnerabilidad frente a la politización y al malentendido.
Tiene gran interés, por consiguiente, ver qué puede
aprenderse de sus esfuerzos por proteger su proyecto de los obstáculos que
inevitablemente encontraría. Desde mi punto de vista, de la sabiduría olvidada
de los redactores de la DUDH podemos sacar cuatro lecciones:
1)
El
número de derechos que personas de civilizaciones enormemente distintas pueden reconocer
como universal es relativamente modesto;
2)
La
universalidad de los derechos humanos no significa homogeneidad en el modo de
darles vida;
3)
El
núcleo relativamente reducido de derechos a los que personas de sociedades
diversas pueden apelar es interdependiente; y
4)
El
principio de subsidiariedad representa la mejor aproximación a sus
implementaciones.
Cuando la ONU consideró por vez primera la idea de
una declaración universal de derechos, el problema de si había algún derecho
que pudiera ser universal se tomó tan en serio que algunos de los filósofos más
reconocidos del mundo —incluido Jacques Maritain— fueron convocados por la Unesco para estudiarlo.
Después de recabar la opinión de decenas de otros
pensadores y líderes religiosos de culturas orientales y occidentales, los
consultores de la Unesco informaron de que solo unos pocos principios básicos
de la conducta humana eran de hecho compartidos, si bien su elaboración como
«derechos» constituía un fenómeno europeo y relativamente moderno (9).
La Comisión de Derechos Humanos de la ONU, que
redactó la DUDH, asumió seriamente este consejo. Se atuvieron a lo fundamental
y se abstuvieron de incluir ideas que no gozaban de una fuerte pretensión de
universalidad.
Los redactores desarrollaron una aproximación pluralista
a la cuestión de cómo puede considerarse un derecho universal sabiendo que las
distintas culturas confieren un peso diferente a los derechos fundamentales, y
que las condiciones políticas y económicas afectarían a la capacidad de cada
nación de llevar a la práctica tales derechos (10).
No contemplaron esto, sin embargo, como una
cuestión fatal para su proyecto. Como señaló Maritain, «con el teclado de
la Declaración es posible tocar muchos tipos de música» (11).
Los estándares mínimos fijados en la DUDH se redactaron
de un modo lo bastante flexible como para responder a necesidades dispares en
cuanto a énfasis e implementación, pero no tan maleables que cualquier derecho
básico pudiera quedar completamente ignorado o subordinado. Los redactores entendieron
que siempre habría modos desiguales de llevar a la práctica los derechos
humanos en contextos sociales y políticos distintos.
En consecuencia, de manera deliberada dejaron a los
Estados espacio para experimentar con soluciones diversas a sus múltiples
retos, algunos de los cuales atañen a los asuntos
más controvertidos hoy.
El artículo 14, por ejemplo, prevé que todos tenemos el
derecho a «buscar y disfrutar» de asilo ante la persecución, pero no dice nada
sobre cómo debe protegerse ese derecho.
Se esperaba que los principios fecundos
de la Declaración serían interpretados y desarrollados de maneras distintas según
formas legítimas variadas, y que cada país proporcionaría experiencias e ideas
de las que otros podrían aprender.
El compromiso con el pluralismo ha sido reformulado
en muchas ocasiones en documentos de la ONU, de forma destacada en la
Declaración de Viena de 1993, donde se afirma la universalidad de los derechos humanos
considerando que «debe tenerse presente el significado de las particularidades
nacionales y regionales y de los diversos trasfondos históricos, culturales y
religiosos» (12).
La tercera lección que hemos de extraer de la obra de
los redactores ha sido también reafirmada varias veces en documentos de la ONU,
e ignorada ampliamente durante setenta años: que «todos los derechos son
universales, indivisibles, interdependientes e interrelacionados» (13).
Los arquitectos de la DUDH tuvieron un enorme cuidado
en asegurar que sería leída como un documento integrado, formado por un grupo
pequeño de derechos, fortalecidos de manera recíproca.
Hoy, sin embargo, la DUDH es comúnmente vista como
una relación de garantías separadas. Apenas hay quien se dé cuenta de que el
documento posee una estructura, que incluye deberes lo mismo que derechos, y
que fue pensada para ser leída como un conjunto. Aunque el carácter holístico
de la Declaración —basada en los principios de dignidad, libertad, igualdad y
fraternidad— es evidente a primera vista, su estructura ha sido ignorada
durante décadas tanto por sus apologistas como por sus detractores.
Aislando
cada parte de su lugar en el conjunto, la tergiversación de la Declaración, hoy
común, facilita su abuso. Las colisiones entre derechos se tratan como
contiendas en las que el ganador se lleva todo más que como ocasiones para interpretarlos
optimizando la protección de cada uno (14).
Han quedado casi olvidadas del todo las secciones de
la Declaración que clarifican que los derechos dependen de manera importante
del respeto a los derechos de los demás y del rule of law (Estado de derecho),
así como de una sana sociedad civil.
Debo añadir algunas palabras sobre un cuarto rasgo de
la DUDH ignorado durante largo tiempo. Reconociendo que siempre habría disputas
sobre las responsabilidades relativas de los organismos internacionales, de los
gobiernos nacionales y locales y de la sociedad civil en relación con los
derechos humanos, los redactores de la DUDH adoptaron una aproximación pragmática
hacia lo que hoy se conoce como el principio de subsidiariedad; un principio
elaborado primero por la doctrina social católica que enfatiza la primacía del
nivel más bajo de implementación que pueda llevar a cabo la tarea, reservando los
actores nacionales e internacionales para situaciones en que las entidades más
pequeñas son incapaces de hacer frente de forma adecuada a los asuntos.
Hoy, muchas personas que apoyan los derechos humanos
conciben su puesta en marcha principalmente en términos de dirección y
desarrollo desde el Derecho y las instituciones internacionales. Algo muy
lejano a la visión de los redactores de la DUDH.
Lo que muchos expertos han olvidado, o han decidido
olvidar, es que una de las características más sobresalientes de la DUDH es su
reconocimiento de la importancia que tiene para la libertad humana un amplio abanico
de grupos sociales, empezando por las familias y pasando por las instituciones
de la sociedad civil, el Estado nación y los organismos internacionales.
En buena lógica, la cláusula de Proclamación llama
a «todo órgano de la sociedad» a promover el reconocimiento y la observancia de
los derechos. En el cuerpo de la DUDH, los individuos son protegidos en sus
contextos sociales y políticos. La familia es, como tal, un sujeto amparado por
los derechos humanos, y su tutela debe ser provista, significativamente, tanto por
la sociedad como por el Estado. Los derechos a tomar parte en grupos religiosos
y organizaciones de trabajadores están garantizados junto con el derecho a
participar en el gobierno.
En sus memorias, el francés René Cassin,
otro redactor del texto, nos cuenta que, «a ojos de los autores de la
Declaración, el respeto efectivo de los derechos humanos depende en primer
lugar y por encima de todo de la mentalidad de los individuos y grupos sociales»
(15).
Eleanor Roosevelt, presidenta de la Comisión de Derechos
Humanos entre 1947 y 1951, confirmaba este modo de ver en uno de sus últimos discursos
ante la ONU, cuando centró su atención en la importancia de las estructuras intermedias de
la sociedad civil, los escenarios en que las personas adquieren sus primeras
nociones acerca de sus derechos y deberes y sobre cómo ejercerlos
responsablemente —dentro de las familias, escuelas, lugares de trabajo, asociaciones
religiosas y de otro tipo—: «¿Dónde comienzan, después de todo, los derechos
humanos?
En lugares pequeños, cercanos al hogar —tan cercanos y
pequeños que no se pueden ver en ningún mapa del mundo—. Y, sin embargo, son el
mundo de la persona individual: el barrio en el que vive; la escuela o la
universidad en la que estudia; la fábrica, la granja o la oficina en la que
trabaja… a menos que estos derechos tengan significado allí, poco significarán en parte
alguna.
Si la acción ciudadana no aúna esfuerzos en sostenerlos cerca de casa,
en vano trataremos de hacer progresos en el gran mundo» (16).
En su libro sobre derechos humanos y estados
frágiles, el teórico político Seth Kaplan hace una fuerte llamada a los
partidarios de los derechos humanos a pensar con más profundidad sobre qué
puede y debe hacerse localmente, y sobre qué requiere un concurso de los
actores o instituciones nacionales e internacionales. Kaplan apunta que,
por razones diversas, el Estado ha demostrado ser en muchos países incapaz de
tutelar los derechos de su pueblo, y recomienda hacer uso de las instituciones
intermedias para ello.
Dado que los actores religiosos se encuentran a
menudo en la vanguardia de los esfuerzos por difundir los derechos humanos y
que proporcionan servicios cruciales para los pobres y marginados en muchas partes
del mundo, Kaplan reprende a los universalistas
occidentales por dejar a esas instituciones de lado
y por promover aproximaciones de arriba abajo que generan el riesgo de alienar
a muchos países y comunidades: «Las organizaciones occidentales de derechos
humanos habitualmente hacen muy poco para construir o fortalecer las
instituciones locales o para trabajar de modo conjunto con organizaciones basadas
en la fe […], a pesar de que estas instituciones tienen más influencia sobre el
modo en que se protegen los derechos a diario y sobre la calidad general de
vida que cualquier acción estatal» (17).
Mirando al futuro.
Partiendo del estado actual, ¿adónde se dirige el
proyecto de los derechos humanos? ¿Es de verdad cierto, como reza el título de
un reciente libro, que estamos viviendo «los tiempos finales de los derechos
humanos» (18)?
Mientras se desvanece la memoria de cómo las
naciones del mundo decidieron —después de dos guerras mundiales— afirmar unos
pocos principios básicos como universales, no está nada claro que su ambiciosa
empresa pueda resistir la presión del lobbying agresivo, la creciente
autoafirmación nacional y étnica y las ambiguas y poderosas fuerzas de la
globalización. Me da la impresión de que las perspectivas de resucitar el
proyecto de los derechos humanos se desdibujan si no se recuperan los cuatro
principios que he mencionado.
Conviene recordar que los hombres y mujeres que edificaron
sobre esos principios el proyecto de los derechos humanos no eran unos
idealistas soñadores. Casi todos ellos habían vivido dos guerras mundiales y
crisis económicas severas.
Los acontecimientos de su época les habían mostrado
seres humanos capaces de lo mejor y de lo peor. Cobraron aliento a partir del hecho
de que, así como la raza humana es capaz de graves violaciones de derechos
humanos, también es capaz de imaginar que existen derechos violados, de articular
esos derechos en declaraciones y constituciones, de orientar su conducta hacia
las normas que han reconocido y de sentir la necesidad de excusarse
cuando su conducta deja que desear.
En el edificio de la ONU en Nueva York hay una
escultura que —a mi juicio— capta algo de esa fe «en las cosas que se esperan y
confianza en lo que no se ve»; un regalo del Gobierno de Italia que consiste en
una enorme esfera de bronce pulido que sugiere un
globo terráqueo. Se trata de una figura agradable de ver, pese a que llama la
atención por su imperfección. En su superficie brillante se destacan grietas
profundas y abruptas, demasiado grandes como para repararlas.
Uno piensa que acaso esté agrietada
porque es defectuosa, como el mundo roto. O quizás tiene que romperse, como un
huevo, para que algo nuevo emerja.
Tal vez ambas cosas. Cuando uno se
acerca a las hendiduras de su superficie, ve que en el interior hay otra esfera
brillante. ¡Y también esa está agrietada!
Pero hay una sensación tremenda de
movimiento, de dinamismo, de potencia, de posibilidades emergentes.
Y así ha
ocurrido con el proyecto de los derechos humanos. Sí, la empresa tiene fallos.
Sí, todavía acaecen violaciones terribles de la dignidad humana. Pero, gracias en gran medida a aquellos que
redactaron la Declaración Universal, numerosas personas han sido inspiradas
para hacer algo a favor de ellos.
A día de hoy, los amigos y defensores
de los derechos humanos participan en el proceso de construir el legado de
hombres y mujeres a los que —no sin razón— a menudo se denomina «la más grande
generación» (the greatest generation).
Dentro de setenta años, seres humanos
que todavía no han nacido se formarán opiniones sobre cómo la generación
presente—nosotros— administró ese legado.
En su día emitirán el juicio de si
acrecentamos o despilfarramos la herencia transmitida por Eleanor Roosevelt,
Charles Malik, Peng-chun Chang, René Cassin y tantas
personas de alma grande que se empeñaron en crear un estándar de lo justo a
partir de las cenizas de terribles injusticias. Y me pregunto: ¿estaremos a la
altura? N
t
Bibliografía
(1)
Hersch Lauterpacht, International Law and Human Rights,
Praeger,
Nueva York, 1950, p. 415.
(2)
Hurst Hannum, «The Status of the Universal Declaration of Human Rights in
National and International Law», Georgia Journal of International and Comparative
Law, 25, 1996, p. 287.
(3)R.R. Reno, «Against Human Rights», First
Things, Mayo 2016. Vid. también Noel Malcolm, «Human Rights Law and
the Erosion of Politics», The New Criterion, Enero 2016, pp. 7-12.
(4)
Jacob Mchangama and Guglielmo Verdirame, «The Danger of Human Rights
Proliferation: When Defending Liberty, Less is more», Foreign Affairs,
24 de julio de 2013.
(5)Vid.,
v. gr., Mary Ann Glendon, «What Happened at Beijing», First Things,
Enero 1996.
(6)
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Press, Nueva York, 2018, p. 92.
(7)
Amartya Sen,«Population: Delusion and Reality», The New York Review of Books,
22 de septiembre de 1994.
(8)Abraham
Lincoln, The Collected Works of Abraham Lincoln 1858-1860, Roy P. Basler
et. al. eds., 1953, 79,195.
(9)
Richard McKeon, «Philosophic Bases», en Human Rights:
Comments
and Interpretations, Unesco, Wingate, Nueva York, 1949,
p. 45.
(10)
Vid. Jacques Maritain, «Introduction», en Human Rights:
Comments
and Interpretations, Unesco, Wingate, Nueva York, 1949,
p. 16.
(11)
Ibid.
(12)
U.N. Vienna Declaration of Human Rights, 1993, Art. 5.
(13)
Ibid.
(14)
Vid. Donald Kommers y Russell Miller, The Constitutional Jurisprudence of
the Federal Republic of Germany, Duke University Press, Durham, 2012, pp.
67-68.
(15) René Cassin, La Pensée et
l’Action, F. Laou, Boulogne-sur-Seine, 1972, p. 155.
(16)
Eleanor Roosevelt, Remarks at the United Nations, 27 de marzo de 1953,
citado en Joseph Lash, Eleanor: The Years Alone, W. W. Norton Company, Nueva
York, 1972, p. 81.
(17)
Seth D. Kaplan, Human Rights in Thick and Thin Societies, cit., p. 199.
(18)
Simon Hopgood, The Endtimes of Human Rights, Cornell University Press,
Ithaca, 2016.
Texto basado en la conferencia
impartida el 16 de noviembre de 2018 en el simposio internacional sobre
derechos humanos organizado por la Universidad de Roma LUMSA.
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